
Elisabeth aggiornandose con cara de circunstancias. Fuente.
Las instituciones son entidades que viven en y para la estabilidad. Una institución no va a estar más feliz y contenta que en un mundo en el que no pase nada. Su función es la de mantener el conflicto dentro de unos parámetros en los que la cosa esté tranquila. Una vez que se plantea un conflicto puedan canalizarlo por donde no acaben las cosas a tiros. Sin embargo, la sociedad es compleja y dinámica de por sí.
Antes esto iba despacio, pero desde el siglo XVIII hasta aquí la cosa se ha acelerado. Las instituciones tienen, como dice aquel, que adaptarse o morir. Lo más entretenido de todo esto, es encontrar el punto en el que pueden responder a un nuevo entorno sin perder su razón de ser. Esto lo hemos podido ver recientemente en The Crown, que nos va a servir como hilo de toda esta historia.
Cualquier parecido con los fastos periodísticos del cumpleaños de Felipe VI es pura coincidencia. Ningún toisón ha sido dañado o lacado en oro para la elaboración de este post.
El orden, el cambio y las instituciones.
El periodo más estable en la historia de Japón fue la época denominada Tokugawa. Esta época, que se extiende desde principios del siglo XVII hasta finales del siglo XIX es un ejemplo de orden y estatismo en Japón. Todo esto sucedía en la época en la que Occidente estaba experimentando cambios políticos, geográficos y tecnológicos a un ritmo vertiginoso. Cuando a mediados de siglo XIX el comodoro Matthew Perry (no Chandler de Friends, sino un señor con un acorazado) se plantó con su barco en Japón y la marina imperial no pudo ni hacerle un rasguño, el emperador (suponemos) se dio cuenta de que esa estabilidad había dejado a su país anticuado.
El resultado fue, a grandes rasgos, el cese de la familia Tokugawa de sus funciones y el ascenso de los Meiji, que revolucionaron el país. Esto no fue sencillo, películas como El último samurai (de Tom Cruise) o series como Ruroni Kenshin, hablan del conflicto entre un Japón volcado en la tradición con la necesidad de adaptarse al mundo moderno y sobrevivir.

El comodoro Matthew Perry antes de Friends. Fuente
Evidentemente, en tiempos antiguos, donde el poder no era democrático y la opinión pública no era un “activo político” mayor (vete a montar una revolución al siglo XIII) el problema era menos pujante. Sin embargo, en sistemas democráticos, donde la opinión pública se expresa y en la que hay elecciones, esta capacidad de adaptación es vital.
Cuando tienes una institución y sientes que el mundo va a una velocidad que no es la tuya, te hace falta un Aggiornamento. Este término, proveniente de la Iglesia Católica y el Concilio Vaticano II, consiste, precisamente, en poner al día la doctrina, estética y funcionamiento de la institución para adaptarse a la realidad social.
El Aggiornamento: Adaptarse al mundo de hoy.
Dado que no he visto The Young Pope (Sorrentino me da miedo), el ejemplo más a mano es The Crown. La serie basada en Isabel II ha hecho de este tema parte nuclear de su segunda temporada. Isabel se encuentra que quizá la dignidad de la corona no se adapta a lo que esperan sus subditos. Esta historia encuentra en mi opinión su climax en el episodio 4, Marionettes, en el que las críticas de un noble y periodista (Lord Altricham) a la imagen y papel de la corona, pone en un brete a la Monarquía.
Pese a que una primera lectura de las opiniones de Altricham puedan parecer casi anti-monarquicas, en el capítulo se ve una entrevista en la que dice que es precisamente su lealtad a la corona la que le lleva a denunciar prácticas que están afectando a su propia subsistencia. El capítulo muestra cómo el palacio de Buckingham hace un esfuerzo en lo que consideraría casi revolucionario, hacer un reportaje en palacio, invitar a personas “no nobles” a regañadientes, siendo conscientes de que, en el fondo, si están alejados de la realidad.
En el fondo esto no es un tema difícil de entender. Las instituciones precisan de una aceptación de la gente a la que sirven (u ordenan), llamada legitimidad. Esta legitimidad, que es un potaje de competencia, eficacia, valores e identificación (entre otros muchos ingredientes), debe ser siempre la suficiente para que no dejen de reconocerte. Como decíamos, de esa legitimidad, que es lo que Varys acaba llamando “la sombra” es de donde viene esa autoridad. Si la pierdes, puedes ir cogiendo el portante.
Cuando esto pasa en los partidos.
En los partidos políticos esto es una cuestión central. Es muy habitual encontrar (especialmente cuando pierden) una especie de psicoanálisis sobre la derrota. Normalemente tenemos tres escuelas:
- la normal (hemos perdido porque el perro se ha comido nuestros votos),
- la reaccionaria (hemos perdido por ser poco fieles a nuestros ideales)
- la adaptativa (quizá debamos cambiar algo para ir ganando).
De las tres, es la última la que se toma menos frecuentemente. Podríamos decir que los partidos cambian de idea para adaptarse a la demanda casi a golpe de telediario. Sin embargo, aunque esto es así, casi nunca toca al núcleo de la cosa. Es decir, es como si ante la crisis de legitimidad de Isabel II en vez de hacer cambios más profundos (y tampoco fueron muchos), simplemente cambiara el color del vestido. Normalmente el tercer caso se da cuando se ha perdido un número importante de veces y hay un cambio de élites. Ocurrió, por ejemplo, con François Mitterrand en Francia, Tony Blair en Reino Unido, o Felipe Gonzalez en España. Estos dirigentes políticos decidieron que había que cambiar parte del núcleo ideológico del partido para conseguir una mayor aceptación social. Estaban aggiornando sus partidos.
Un partido conservador que se aggiorne es más raro. Aún así es posible, como podemos ver en el caso de Chirac, Reagan, o Thatcher, por no poner otros ejemplos más polémicos. La propia definición de conservador nos da la explicación.
Adaptarse, morir o morir en la adaptación.
Incluso en un órgano unipersonal donde hay poca discusión como la corona inglesa, se nota el malestar con estos procesos. El nombre del capítulo del que hablamos viene, precisamente, de la sensación que tiene Isabel II de ser una marioneta de la opinión pública. En los partidos políticos es peor. Cualquiera de las personas que leen este post ( o sus conocidos) posiblemente llamen traidores a algunos de los mencionados.
Las instituciones políticas obedecen a la finalidad de liderar de un modo u otro la sociedad. Es decir, es inevitable (si hacen su trabajo) que generen tensión entre lo que la sociedad quiere y lo que ellos proponen. Si no, se convierten en unos “Tokugawa“. La difícil tarea está en dos ejes:
- Distinguir cuándo la tensión está en la adaptación del discurso y no en su naturaleza. Es decir ¿no nos quieren porque no nos adaptamos, o no nos quieren porque no están preparados para el cambio que proponemos? Esto nunca tiene una respuesta unánime. Por ejemplo, Julio Anguita es, por sectores, un señor ya anticuado a principios de los 90 o un visionario desde finales de los 80.
- Saber hasta que punto una adaptación no desnaturaliza lo que eres. Incluso en el caso de que haya una decisión de cambiar ¿hasta dónde podemos hacerlo sin dejar de ser fieles a nuestras ideas? En la izquierda en España todavía se oye el resquebrajamiento que supuso que el PSOE dejara de considerarse Marxista. No hablemos del Eurocomunismo de Carrillo. ¿Son menos de izquierdas por ello? ¿Había margen de avanzar, de haber siguido igual? ¿Habrían dejado de existir si no se hubieran adaptado?
Todo es relativo.
Realmente al final la necesidad obliga y el cambio llega. Si, por ejemplo, pensamos en la posición del Partido Popular respecto al matrimonio homosexual, hace 15 años no hubiéramos creído estar así ahora. Sin embargo, la aceptación social ha sido tan grande que una involución resulta difícil de comprender y de creer. Del mismo modo, la Isabel II que impide que su hermana se case con un divorciado, tendrá que acabar aceptando que varios de sus hijos se divorcien y se casen de nuevo. Posiblemente las resistencias a esto afectaron a su legitimidad más que permitirlo. Al final la monarquía tampoco ha caído por eso (al menos de momento).
La mayor penalización es, por lo tanto, tardar en darse cuenta de cuándo en realidad ese cambio es necesario por presión social. Es decir, pensar cuándo hay que empezar a pensar en hacer algo antes de que el comodoro Perry se plante en casa con su acorazado y nos lleve por delante.